Pronto hará
treinta años que me dedico profesionalmente a la edición universitaria en la
que es mi alma mater, la universidad
compostelana, de cuyo Servicio de Publicaciones soy hoy director y al que
llegué, como el botones Sacarino, de modesto becario. Un par de pinceladas
cronológicas para dar perspectiva: comencé mis estudios universitarios, de
filología, en 1977, el año de las primeras elecciones generales tras la muerte
de Franco. Los terminé en 1982, el año de la primera victoria electoral
socialista. Llevo, por tanto, el adn
más puro del apasionante período de nuestra historia contemporánea que dimos en
llamar la Transición,
y, como todos los hombres y mujeres de mi generación, accedí a los primeros
atisbos de la revolución tecnológica en ciernes mediando los ochenta del pasado
siglo. Puedo, incluso, aportar una coincidencia curiosa: me senté por primera
vez ante un ordenador ―un Data General Dasher One, dotado de un procesador 8086
y un monitor de fósforo verde que trituraba la vista― en 1985, el mismo año en
que Apple instalaba en su impresora Laser Writer el descriptor de página
PostScript,que interpretaba como una
imagen un texto y que, en consecuencia, definíala filosofía wysiwyg (What
you see is what you get): acababa de nacer la autoedición. Cinco años más
tarde, un investigador del cern de
Ginebra, Tim Berners Lee, formulaba, diseñaba y ejecutaba la tecnología para una
intercomunicación fluida de texto, imágenes y objetos multimedia entre todos
los ordenadores del planeta: acababa de nacer la World Wide Web. En otro
lugar (Juan L. Blanco Valdés: Manual
de edición técnica. Del original al libro, Madrid: Pirámide, 2012, pp.
20-22), me he referido con mayor incisión a la conjunción de estos dos hechos
―autoedición e Internet― y sus consecuencias en la evolución posterior de la
edición. Me interesa retener ahora solo un pensamiento al respecto: tenía 25
años cuando me senté ante aquel viejo Data General ―al que cariñosamente
llamábamos la castaña―; tengo 52
(bueno, solo son cifras que han cambiado de orden…) ahora que tecleo estas
líneas en mi portátil inalámbrico de última generación, dispositivo que convive
en mi hogar con otros cachivaches como teléfonos móviles y tablets con sistema Android y e-readers. Curiosamente, el monitor
de mi portátil ―un bastidor que rodea la superficie escriptoria―me recuerda a la pizarra con la que, mediando los años 60, comencé mi periplo
educativo y en la que escribía con un «puntero» llamado pizarrín.Esta comparación,
además de retrotraerme a años de grato recuerdo escolar, se vuelve hoy un
pensamiento alentador: tal vez solo muden las formas y estemos haciendo lo mismo
con medios diferentes desde hace siglos, de manera que la migración digital,
tras tantos años de tradición tipográfica, sea, a fin de cuentas, ordenada y
armónica,aunque sabido es que, en punto
a revoluciones, las que funcionan siempre son cruentas. Allá veremos. De lo
que, echando la vista atrás, no tengo dudas es de que han sido años
apasionantes y todos los que los hemos vivido, máxime si hemos sido más
protagonistas que meros testigos, podemos considerarnos privilegiados. Como se
suele decir, «ya tenemos algo que contar a nuestros nietos».
[Fragmento do limiar ao orixinal EL ESPÍRITU DEL ALPINISTA. La edición universitaria revisitada, selección de posts de Fragmentos da Galaxia aparecidos entre 2006 e 2012 e consagrados á edición, que veño de candidatar a un premio. Non digo cal, que dá mala sorte].
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