Pues lo mismo acontece cuando, en la más melancólica de las noches (la noche de San Silvestre, confesor y Papa), os preguntáis con melancólica extrañeza: ¿Qué he hecho de los trescientos sesenta y cinco días de este año?
Y es que, en la una como en la otra ocasión, sólo recuerda vuestra memoria cuatro estremecimientos de tal o cual especie; corbatas que se rompieron; guantes que se ensuciaron; embriagueces de amor o de vino que se disiparon a las pocas horas; días de gloria o de regocijo, que terminaron en su infalible noche; conversaciones que se llevó el aire; ratos de frío y de calor, mucho desnudarse y vestirse; mucho acostarse y levantarse; mucho comer y volver a tener apetito; mucho dormir; mucho soñar; haber llorado algunos días, creyendo eterno tal o cual infortunio; haber reído y gozado más que nunca pocos días después; soles de primavera que se pusieron; lluvias que cayeron y se secaron… ¿Y qué más? —¡Nada más! ¡Y lo mismo de siempre! ¡Y el año pasado como el anterior! ¡Y el año que llega como el que acaba de pasar! ¡Y todo so pena de morirse!
¡Año nuevo! —¿Por qué? ¡Año limpio fuera más exacto! —El año que empieza es el mismo que ya conocemos. ¡Es ese traje de cuatro remiendos, que han llevado todos los hombres, todas las generaciones, todos los siglos! ¡Es el infalible arlequín de las cuatro Estaciones! ¡Es un cómico que murió anoche sobre las tablas y hoy principia a representar la misma tragedia!
(Pedro Antonio de Alarcón)
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